18/04/2024
Opinión

La familia y pobreza en la República Dominicana

La República Dominicana que vivimos hoy ha experimentado un desarrollo sustancial, cuando la comparamos con el país con que contábamos hace 30 años. Esta posición lleva consigo el germen del debate económico interesado, en el que alguien dirá que no se ha registrado tal desarrollo y estamos peor que antes.

Nuestra intención no es incursionar en ese debate, y si lo hiciéramos, solo desarrollaríamos un evolutivo del PIB en el período que va de 1986 al 2016. A los cambios que se verifiquen en ese período, hay que ponerle un nombre. Nosotros, como comunitarios, le llamamos desarrollo.

Por lo que podemos ver, nuestras calles a lo interno de las comunidades, que ya existían en 1986, están asfaltadas, hasta los peatonales y callejones.

La llave pública para adquisición del agua, de consumo general, de la familia, desapareció. Hoy disponemos de agua para el uso diario en el interior de la vivienda y facilidades en el uso de agua procesada para cocina y bebida.

El servicio de energía eléctrica, está al alcance de todas las comunidades del país con una sustancial reducción de los apagones y altas posibilidades de acceso al servicio 24 horas.

Contamos con servicios hospitalarios, en grandes centros, que abarcan las especialidades comunes a cualquier paciente; con varios centros satélites, de referencia y el servicio de emergencia 9-1-1.

Centro de operaciones y monitoreo del Sistema de Seguridad 9-1-1.

Centro de operaciones y monitoreo del Sistema de Seguridad 9-1-1.

La educación pública aumentó su cobertura, en todos los niveles; más la jornada extendida. A tal punto, que han desaparecido los pequeños colegios privados, que suplían la falta de aulas.

La deficiencia en cualquiera de esas situaciones antes mencionadas, nos impulsaba a fuertes protestas, en las calles de nuestras comunidades, que a veces se encadenaban de manera salvaje. Un día protestábamos porque las calles están inservibles, al otro día, porque durante la protesta hirieron o asesinaron a un compañero de lucha.

Cortar ese hilo maldito de sucesos, no puede tener otro nombre que no sea desarrollo.

En adición a esas situaciones que nos inducían a guardar las gomas viejas, para darle calor a las protestas, tenemos, que en nuestras viviendas los materiales que predominan ya no son la madera y el cinc, son el block y el concreto.

Tenemos baños al interior de las viviendas y nadie quema la basura al frente de su casa.

El remiendo y la ropa descolorida se pusieron de moda, desaparecieron el dominguero y la tercia, también desapareció, esperar a navidad para comer manzanas y cerdo asado.

El sistema de transporte, existente nos lleva al lugar requerido, pudiendo disponer de opciones. Una buena parte de los residentes, tiene su propio vehículo o viaja con un familiar.

La mayoría de las viviendas posee TV a color y/o nevera: una buena parte posee, teléfono residencial y/o celular con acceso a internet. Estas cosas eran ficción en 1986.

Desde aquí, lo que ha ocurrido en nuestras comunidades, se llama desarrollo.

Que pudimos estar mejor, si porque las necesidades humanas son ilimitadas; pero la realidad es la que se impone y esta, es la nuestra.

Un tramo de la carretera Cambita-Pueblecito-Río El Tablazo.

Un tramo de la carretera Cambita-Pueblecito-Río El Tablazo.

Si bien estas situaciones, negativas han sido superadas, para las comunidades urbanas, ya existentes en 1986; se ven reeditadas en los conglomerados humanos, formados por la acelerada oleada migratoria de las comunidades rurales a los centros urbanos, precisamente en búsqueda del bienestar generado por el desarrollo, percibidos por estos.

Este fenómeno solo es controlable, cuando fijemos límites al crecimiento horizontal de nuestras ciudades y podamos inducir el crecimiento vertical de estas.

El otro elemento que alimenta negativamente la percepción del desarrollo, es el comportamiento de la masiva inmigración haitiana, al país, que ya no se aloja en los bateyes, sino en los centros urbanos.

También tenemos una importante inmigración de familias orientales y suramericanas, que nos han elegido para fijar residencia.

La migración como fenómeno geográfico, en el mundo, se verifica hacia los puntos que han experimentado desarrollo.

Nadie emigra de un lugar desarrollado a uno más pobre, a menos que sea como turista o en labores investigativas.

Con todo y eso, exhibimos un índice de pobreza económica en las familia de un 40.4, reconocido y asumido por las autoridades.

Para responder a esta situación, se han diseñado diferentes programas sociales, que van dirigidos a reducir esos índices de pobreza, con el aporte de subsidios a las familias.

Según datos publicados por ADESS, el Estado destinó 92,757,559,424 millones de pesos, para ir en auxilio de 1,072,296 beneficiarios. Hasta mayo 2016.

Esto está muy bien, por parte de los organismos que manejan la política social del Estado. Pero no debe ser motivo de celebración.

El motivo de celebración ha de darse, cuando se reduzcan esas cifras, indicando que un número considerable de familias, abandono esa indigna condición de existencia.

Por el comportamiento exhibido entre los beneficiarios y también los posibles beneficiarios, las razones de los subsidios no han sido claramente explicadas.

El beneficiario no sabe que al calificar, reconoce la deshonrosa situación de no ser autosuficiente para vivir él y su familia; que su lucha a partir de ese momento es abandonar esa condición.

No se entiende sobre el carácter transitorio de esos programas; que es un acompañamiento, mientras lucha por conseguir trabajo, o por mejorar su calificación para el trabajo; que debe demostrar su esfuerzo, para lograrlo.

Que lo que se está entregando, no es una prótesis, es una muleta, porque su pierna habrá de sanar.

Es penoso ver cómo la gente se lamenta por no ser pobre, para que le den algo y como la gente lucha por mantenerse pobre para que le sigan dando.

Por esa ruta estamos formando auténticos profesionales de la pobreza y la mendicidad. Inauguramos así, un capitulo nuevo que agregar a la pobreza económica; la pobreza mental.

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